El 4 de octubre de 1957, un cohete ruso llevó al espacio una esfera de metal: el Sputnik 1. Éste no cayó a la Tierra, ni se perdió en la vastedad del espacio. En un aparente desafío a la fuerza de gravedad, el satélite permaneció cerca del planeta girando a unos centenares de kilómetros de la superficie. Tres meses después, se incendió.
A pesar de las apariencias, en realidad los satélites no desafían la fuerza de gravedad. De hecho, siempre están cayendo hacia la Tierra, del mismo modo que la célebre manzana de Isaac Newton, cuya caída le permitió descubrir las leyes de la gravedad. La diferencia esencial entre las manzanas y los satélites es que éstos se mueven a gran velocidad: a unos 30.000km/h, y a mucha mayor altitud. Esto significa que conforme el satélite va cayendo hacia la Tierra, la superficie de nuestro planeta se curva y se aleja al mismo tiempo de él. Como resultado de este fenómeno, el satélite nunca llega a tocar la superficie terrestre: está en órbita.
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Cuando existe una combinación adecuada de impulso ascendente y horizontal, los controladores terrestres pueden colocar un satélite en una órbita de cualquier tamaño y forma, desde la circular hasta la muy elíptica (en forma de huevo). Cuanto más fuerte sea el impulso ascendente, más larga será la órbita; y a mayor impulso horizontal, más elíptica será ésta también.
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